Antes de la Jornada 19 de Primera Iberdrola, y sin poder ver a la Real, no me quito de la cabeza la figura de Maitane López. Cosas de la edad.
El otro día, impulsados por el cierre perimetral que nos impedía salir del concejo en busca de sitios mejores, un grupo de amigos de la adolescencia y yo nos reunimos en la (vieja ya) cafetería de nuestra adolescencia -cerveza en mano esta vez y no aquel repugnante calimotxo-, a recordar cosas de antaño. Se siente una muy mayor cuando escribe estas palabras, y más cuando piensa en que ese “antaño” la transporta a 20 años atrás en el tiempo, cuando las tardes se resumían en tirarse al sol a planear cómo pasar mejor vida cuando tuviéramos la edad que hoy tenemos. Les resultará raro, pero nada de aquello que se planeó, salió.
Ese ejercicio de tirarse al sol solía ser el descanso obligado después de una batalla futbolística sin parangón, generalmente entre barrios rivales, y celebrada casi siempre en la plazoleta del Urquijo. La cancha que hoy está siempre despoblada era entonces un batiburrillo de edades superiores a la nuestra jugando al baloncesto, y ahí no había manera de entrar a imponer la ley del deporte rey. Se instauró la costumbre entre los vecinos de que aproximadamente a las seis de cada tarde aquellos críos vocingleras e impertinentes aparecían y convertían el espacio de 20 x 10 entre bancos y pilares en un rectángulo de juego. Pero no fue fácil convencerles. Tuvimos que usar la figura de un ser superior a nosotros para ello. Nos sacaba un par de años, veinte centímetros, y –por algún extraño motivo que se nos escapaba- tenía un poder de convicción abrumador para con los adultos. Fue ella quien levantó a la primera pareja de ancianos del banco de la derecha, pese a sus mascullados improperios. Fue ella también quien decidió que las porterías no podían estar en los lados más cercanos a los ventanales de las señoras que hacían como que tendían la ropa mientras vigilaban para poder llamar a la policía con la menor excusa. Y fue ella, siempre ella, la que ocupó el centro de la plazoleta en cada partido para templarnos la sangre cuando subíamos el tono, para pisar la pelota, esperar a que nos calmáramos y seguir. Era ella la que de dos zancadas evitaba que la pelota cayera por las escaleras, y también la que si un patadón la tiraba cerca de las vías saltaba el muro para rescatarla. No recuerdo su nombre, pero desde ayer voy pensando que debe ser una antepasada de Maitane López Millán que se nos apareció por milagro para proteger el santo juego.
A estas alturas de la temporada no vamos a descubrirle a nadie que el fútbol de Maitane a mí me hace sentir cosas. Tampoco acabamos de descubrirla a ella, a estas alturas de la vida. Pero la Maitane de la guardería rebelde de la Real brilla aún más que la del Levante, si es que eso podía ser posible. Ayuda, y mucho, que la chavala está jugando en el sitio donde siempre soñó jugar por herencia familiar. Y eso, a los románticos del fútbol, nos conquista aún más si cabe. Tiene el don de la omnipresencia. Ayuda mucho el metro ochenta de envergadura para localizarla en el campo, pero es que si midiera metro cincuenta daría lo mismo. Maitane está donde enfoque la cámara, porque es donde está el balón. Domina el espacio para interferir un pase, para trastabillar a una rival o para ubicar el movimiento perfecto. Tiene una batuta invisible que reorganiza al equipo ya sea en ataque o en defensa y supone un soplo de aliento en esos minutos que el partido se estanca. Ella limpia el juego, por más que se embarre. Y es el eje central de una rosa de los vientos que cada vez que mueve la pelota entre sus puntas, suena a música celestial. 25 años tiene la tía, y juega como se nos dice en los cánones que han de jugar los de 35 para educar al resto a tratar bien a la pelota.
Maitane da sentido a la palabra pivote. Yo, que no entiendo el fútbol sin esa posición, que mi perro se llama Iris por Arnaiz y que me quedo muda cuando tengo a Patri Guijarro en la pantalla, he descubierto en Maitane López esta temporada que mi fijación tiene sentido mucho más allá de lo que pensé. Maitane, Iris, Patri, son el recuerdo del fútbol de la infancia, el que era sin normas pero siempre había alguien que velaba porque se cumplieran, porque el fútbol fuera práctico a la vez que bonito, aquella sombra que aparecía para recordarte la capacidad geométrica de un juego racional jugado por críos irracionales. Será que lo poco que aprendí de jugar a fútbol fue en una plazoleta en la que el balón podía hacerte terminar con una escoba en la espalda por romper un cristal o sin balón porque lo atropellara un coche y en mi equipo siempre había una Maitane que no sé cómo se llamaba. Bendita fijación por el pivote.